NARRATIVA


SONATA NUPCIAL.


Brann Engrandes.




-Busco un lugar para poner todo lo que traigo en los brazos ¿Tendrás uno tú?
-¿Qué tanto traes?
-Esta maleta y la vela.
-¿Te sirve el cuarto de al lado?
-Sí, muchas gracias.

Y ahí la boté, dejé la vela a un lado y dejé de escribir, mirando el reloj y la ventana, ella seguramente estaba acostada con él, y yo no era nada de lo que veía, ni luz de media tarde ni oscuridad nocturna, ni fuego concebido en la vela ni penumbra punzante en una habitación. Tan atemporal como las lluvias de febrero, como los bochornos de Noviembre, como las aves planeando sobre mi cabeza y yo enfrentándome al miedo de no existir, de estar ahí tirado, de ser algo invisible y vergonzoso. Tirado con mi llanto y con mis lágrimas sin más que la hermosura de la noche y la silenciosa nota de la soledad. Dos violines. Un clarín. Sin percusiones, ni arpas. Dos violines y un clarín.



Sueño y vivo, vivo en tus brazos
Brazos de sangre, cuerpo de tierra
Tierra húmeda en el beso
Beso que sube y que baja y cobija
Cobija mi pecho en tu aroma
Aroma de miedo, de nada y de todo
Todo y toda tanto tiempo
Tiempo para verte y dejarte en recuerdos
Recuerdos, parques, caminos
Caminos distintos, sin nada, sin dueño
Dueño del romance, del calor sereno
Sereno me quedo
Quedo callado y entonces duermo
Duermo, vivo, pienso, muero
Muero sin todo, sin vida ni miedo
Miedo de verte colgada en su brazo
Brazo que asfixia
Asfixia mi sueño

Sueño y vivo, vivo sin vida
Vida de miedo
Miedo a ser mía
Mía. Mujer. Carne. Viento. Sangre. Relieve. Pueblo
Vientre. Bandera. Huesos.
Beso vuela por la ventana, aferrado a tu figura de montaña.

Andábamos juntos por el parque, sin más que un café en las manos. Platicábamos como siempre de todo lo que pasaba en el diario. Me miraba y la veía y nos veíamos hora tras hora, mi estimada Paulina, qué bonitos ojos, qué vida tan grata desde que nos conocimos. Las nubes se veían incluso envidiosas, envidia de mí o de ella, porque cualquier motivo colgado de su brazo era razón suficiente para querer llover y asustarnos, cualquier letra mía era motivo para tronar y tapar el Sol ¡Qué envidia de las nubes! Y ella y yo tan felices caminando por el parque, sin más que un café en las manos. Veníamos e íbamos sin preocupación alguna, sin mayor desasosiego que saber la hora que era, un par de manos que chocaban cálidas de cuándo en cuándo, pidiendo encontrarse sin querer hacerlo ¡Qué felices Paulina y yo! ¡Qué vida tan grata desde que nos conocimos! Vida, era Vida lo que sentía correr por el cuerpo, era sangre lo que se agolpaba por el brazo, era un murmullo de silencios que subían y bajaban y sutiles se deslizaban desde mi pecho a mi cabeza y brincaban a su cuerpo y la veían y soñaban y salían... Pero eran silencios, y entonces yo callé y dejé el parque, y me fui a casa con ganas de reír y llorar por la misma razón, feliz, feliz, siempre feliz, siempre feliz con Paulina a mi lado. Siempre felices por gracia de Paulina, acaso de Dios, acaso del Diablo. Fanfarrias y trompetas a la entrada de mi casa, me recibían como lo que era ¡El Rey del Mundo, del Parque, de la risa de Paulina! Fanfarrias y trompetas con piedras y laureles ¡Que suenen fuerte! He llegado Madre. Que suenen, que retumben, que la vida nos abrace, tenga usted un par de besos, uno de Paulina santa, otra va de mi parte. Que suenen Madre, que suenen fuerte. Que lloren los envidiosos de la suerte del Hombre, Hombre soy yo. Yo feliz de ser envidiado. Envidiado de Paulina. Paulina, mi suerte, mi mundo, mi mano cálida en el parque. Fanfarrias y trompetas, deja que retumben Madre.







-Y entonces nos besamos-



-¿Se besaron?



-Sí ¡Sí! Nos besamos, ¡como tanto lo soñé! ¿No te alegras?

-Claro Paulina, me alegro, claro que me alegro

Una piedra y una vela



Tuya y mía por su parte



Dos regalos en la noche



Una parte dos lugares.







Corazones encontrados



Misa de eterno sonido



Dos arpas angelicales



En el calor del oído.



Tan tuyo el sueño



Tan mío el hastío



Él tan dorado



Y Yo tan sombrío.




Claro que me alegraba saber que la había besado, Paulina merecía la felicidad, la felicidad que ella quería y no la que yo buscaba para ella, para mí, para nosotros, pero no éramos nosotros, ella tan enamorada, yo tan enamorado, él tan bendito, yo desgraciado. Maldita mi suerte ¡sí! Maldita mi mala suerte, pero nada podía hacer, luché desde el principio por ella pero nunca cedió, jugarreta del destino eso que ni qué, pero nada debía eclipsar la felicidad de Paulina ni su fiera lucha por llegar a ella y yo que tanto la quería, en la misma medida de su cariño pero con otra connotación, sólo la medida misma, nunca recíproco, pero claro que me alegraba saber que por fin se habían besado, me alegraba por ella y lloraba por mí y en la oscuridad mi mente sufría al pensarlos en medio de un beso, y yo tan intruso ¡Maldita mi mala suerte!







Número uno; y te beso.



Número dos; y te abrazo.



Número tres; para sentirte.



Número cuatro; luz media y vestido.



Número cinco; mis manos ansiosas.



Número seis; desnudar tu cuerpo.



Número siete; desnudar tus sentidos



Número ocho; vientre, beso.



Número nueve; cuerpo. Piel. Amante.



Número diez; cobijo oscuro, amparo aurora.







Y ocupábamos dos butacas, con intrusos a los lados, todos, por donde se mirara sobraba gente, yo era uno de ellos, yo estaba de más en la sala, mientras escuchaba las percusiones gritar, y ella se rebullía y yo me desesperaba, y me apretaba la mano y yo me apretaba el odio, y entonces cantaba el chelo, y vibraban las cuerdas... Percusión, cuerdas, viento y letra...



Ya no más corazón sangrante



No más heridas, no más fracasos



No más miedo.



Tú con él



Yo con nadie



Tú feliz



Yo punzante



Que Dios se apiade de mí



Que el Diablo se encargue de ustedes



Que la muerte y desesperanza



Me queme, me hunda, me lleve.







Y un clamor de aplausos... Y un beso que volaba desde la fila siete hasta el escenario... Y el atractivo director que se voltea y recoge el beso y lo toma, lo juega, lo acaricia y lo hace dos, entonces guarda uno en la bolsa de la camisola y el otro lo lanza... Y ahora un beso que va desde el escenario hasta la fila siete... Y Paulina lo recoge y lo acaricia, y le mira con ternura y lo echa entre el vestido y el liguero, provocativa Paulina que guiña el ojo al amado y entonces con complicidad desinteresada me mira y me participa de la felicidad de estar ahí, y yo correspondo de la forma fraternal en que Paulina me fue encomendada y a la salida los miro y los veo y los siento y yo grito por dentro, sin voces que me escuchen, sin brazos que me arropen, sin nadie a quien pueda delatarle mi dolor y cambiar la tristeza del pesar de mi corazón por un cálido apretón en el pecho y un beso en la frente... ¡Y los tres cenábamos felices en aquel restaurante!







Del sueño nace mi verso



De donde sale tu beso



Del sueño siempre mi vida



Sueño en que nos tenemos







Tengo y tengo y no te tengo



Y me arrollan los demonios



Y grita el tecolote



Desde la sombra del arrollo







Siembra de maíz



Siembra de tierra



Siembra de desamores



Manada de animales furiosos







Y me buscaran por donde sea necesario



E irán vigilando la iglesia



Y entonces entraran a ella



De novios los dos ataviados.







-Me gusta como escribes ¿Ya te lo había dicho?



-No, nunca. De hecho nunca has visto lo que escribo.



-Bueno, me encontré un par de hojas en la bolsa de tu abrigo.



¿Qué remedio? Si las vio y no fue enamorada a besarme y a decirme que correspondía a mi poesía entonces no había sombra que perseguir, mejor huir a la soledad de mi habitación, que tanto soñaba su aroma.



-¿Y para quién son eh?



-No tienen que ser para alguien, se puede escribir así porque sí ¿No te lo ha dicho Julio?



-Julio no escribe, compone, pero sí, algo me ha dicho.



Y entonces Paulina quería leer todo lo que hubiera en mis letras, pero no lo permití, sólo leía cosas flojas, cosas que no eran para ella, poemas oscuros con quejas amargas a nada que tuviera que ver con mi sentimiento pútrido, entonces gustó lo que escribí y lo compartió con Julio y Julio quería leer más y yo no quería leer nada que no fuera la espalda de Paulina en la prosaica lentitud del tiempo, el tiempo que nunca llegaría, porque Julio y Paulina se amaban.







Sí. Adiós.



Sí. Muerto



Sí. Mátame.



Sí. Muerto



Adiós vida de mi ser



Adiós vida que vuelas al cielo.



Adiós siempre a todo.



Adiós que soy un recuerdo.



Y si en la oscuridad te encuentras mi secreto



Permite a mí ser meterse



En la pureza de tu concepción



La disculpa de tu alma hiriente



Que se meta y por un día se refugie



Suave, relajado, lento.



Paulina nos citó en su casa y entonces llegamos todos, ajenos y extraños y amigos y familia y compañeros y Julio, Julio el afortunado, a quien debía regalar mi odio, pero mi odio lo ataba Paulina, porque Paulina era mi amiga, a pesar de mi corazón y mi vida y Paulina me quería y yo a ella la amaba y ella amaba a Julio y Julio también la amaba y yo lloraba mis poemas, lloraba los ríos, los lagos, las lunas, todo, todo lo lloraba con tinta, tinta amarga de deseo, porque deseaba a Paulina, pero a la mitad de la cena se rompió el escenario, por la ventana un amigo volaba y por la boca un pez revivía y entonces salí corriendo en medio de la lluvia, y el verano tempestuoso pegaba lejos de la casa de Paulina, porque por la calle venía, presuroso y sádico seguía mis pasos y yo llorando, y yo rezando y yo que moría. Y mi cuerpo que sangraba y lloraba por ella y mi cama y mi casa frías, vacías, la vida y el abandono por fin compartían espacios, en la sala, en el baño, por todos lados por donde anduviera, por donde no anduvo ella, mi vida, Paulina.







Mátame de un golpe



Anillo de prestigio



Diamantes caros



Diamantes finos



Mátame de un golpe



Reboza alegría en el dedo



Y en su cara la armonía



Y en mi pecho melódico



Llora mi muerte chiquita



Mátame de un solo golpe



Anillo de cruz bendita



Diamante frío de ensueño



Que venga aquel pájaro enorme



Y de una mordida me queme



Y arranque mi sueño de golpe.







Y para ese entonces yo ya juntaba más de cien poemas, todos para ella, y para ese entonces Julio ya le había compuesto tres sinfonías, tocadas todas en varias Salas, interpretadas por múltiples orquestas, pero nada se comparaba con mis poemas, poemas velados por la caprichosa madrugada de lágrimas y recuerdos y entonces caía feroz el viento, como águila hambrienta, como presa asustada, como los nervios guardianes de la espera, y Paulina que sólo leía mis cuentos, alguno que otro poema y una novela inconclusa...



-Me encanta como escribes, hey, deberías hacernos un poema a Julio y a mí para que lo declames...



-No, no me salen poemas de amor, de verdad.



-¡Pero si tú escribes maravilloso!



-La verdad es que he tratado de hacerles un poema, pero no puedo, no me termino de inspirar...



-Sigue tratando, yo sé que puedes, eres muy bueno.



Luna: Ve y cuéntale



Luna: Dile que sin ella no vivo



La vida no alcanza



Son lustros



Es dolor



Es rencor



Es perdición húmeda y salvaje desasosiego



Es el eterno martirio del amor que no llega



Que no escapó nunca porque nunca hubo tal



Dolores viscerales



Rencores que embriagan



Música maldita a la mitad de una sala iluminada



Tambores. Timbales. Lunas y Jaranas



Lunas como tú



Guardiana y celadora



Guardianas de la noche



Que embriagan



Cobijan



Besan



Matan



Y tú tan pérfida



Yo tan humano



Ella tan santa



Y él, maldito mil veces maldito



Bendito y afortunado.



Las campanas que repicaban eran la música del alma mía, dolor transformado en badajos y astillas de la cruz de esa iglesia, ese Cristo socarrón y benevolente, ese padre tan encaprichado, esa mujer tan hermosa y aquel hombre tan feliz, felices todos, todos menos yo mirando por la ventana, con la hoja al pendiente, esperando el momento en que yo me decidiera a llenarla, llenarla con la tristeza de las campanadas y el aire mentiroso y ruin que entraba y salía, los pájaros cantando a la media tarde y hoy tan solo, tan ausente, tan perdido de ella, tan Yo como ninguna otra tarde lo sería, y ellos tan felices.







Alegre pueblito de mármol



En la vitrina de la sala



Mujer enamorada del llano



Y yo consumido en llamas



Vida misma del encanto



Sacrificio del amor



Permíteme llevarte flores



A la puerta de tu casa



A la tumba de mi amor



Sepulcro acallado



Arado verde de espiga



Y la vida entrelazada



Con la fortuna de la cima



Montaña de males y causas



Pliegues de piel humedecida



Permíteme darte un beso



El último de mi vida.







Y la música nos cautivó a todos, todos de pie aplaudíamos al prodigioso Julio que hacía notas insospechadas ¡Qué perfecta mezcla de amor y melancolía! Todos de pie aplaudiendo y Paulina con lágrimas en los ojos, lágrimas de felicidad, lágrimas yo, de tristeza y desesperanza luego de escuchar la sonata, ¡qué bonita la Sonata Nupcial!



-¿Te gusta la música?



-Me encanta, más porque Julio la hace diferente, la hace para mí.



Y entonces le regalé la piedra de Jade que encontré cuando era apenas un niño, y ella una vela que hizo con sus propias manos.







Do; para entregarte una piedra.



Re; para recibir una vela.



Mi; para abrazarme a tu espalda.



Fa; para encontrarte en mis sueños.



Sol; para volver a la realidad.



La; para mirarte partir



Si; para pronunciarme tres veces tu nombre.



Paulina; sueño.



Paulina; patria.



Paulina; Adiós.







Y entonces la dejé en el altar, sin mención alguna de mis poemas, sin mención alguna de mi amor, sólo el gemido de los violines y el abrazo del órgano, mi lágrima que fingía ser de felicidad y mi corazón que quería salirse por la ventana. Paulina; sueño. Paulina; patria. Paulina; Adiós.







-Busco un lugar para poner todo lo que traigo en los brazos ¿Tendrás uno tú?



-¿Qué tanto traes?



-Esta maleta y la vela.



-¿Te sirve el cuarto de al lado?



-Sí, muchas gracias.







Suena, tambor



Suena, chelo



Suenen, violines



Suena, clarín



Suena, timbal



Y yo grito fuerte



Grito de amor partido



Buscando eclipsar el ruido



De la sonata nupcial.













“Las respuestas de un bibliotecario o para qué hacerse preguntas”


Esa mañana, Humberto se percató que el sabor del pan dulce que comía era desagradable. Lamentó que cada día las panaderías utilizaran materiales de mala calidad para ahorrarse algunos pesos y maldijo como solía maldecir: ¡Maldita panadería, lo único que ganas es que nadie más compre tus asquerosos productos! Humberto había tomado la costumbre de desayunar todas las mañanas junto a su ventana que tenía vista a un pequeño jardín colectivo de su vecindad, por donde entraban y salían todos. Por una línea hecha de bloques de concreto puestos desordenadamente sobre la tierra suelta del pequeño jardín atravesaban caminando en grupos o solos. Las pocas plantas que crecían ahí trataban, con pocos resultados, de fingir un área de esparcimiento; y quizá lo logran si no fuera porque solo lo usan los perros sin dueño. Por su ventana veía todas las mañanas a los niños salir corriendo a la primaria; los muchachos de secundaria iban gritando y jugando en parejas cargando enormes y pesadas mochilas. Conforme las mañanas transcurrían, desde ahí comenzó a fijarse no solo en si caminaban rápido o despacio, si eran vecinos nuevos o ya los conocía, ahora ponía atención a detalles tan excéntricos como tratar de saber, a través de sus ropas, si gastaban mucho o poco dinero; iban o no arreglados, llevaban los zapatos boleados o no; eran felices o medio felices.

Así se percató de otras cosas, por ejemplo si los niños iban tristes o con hambre. ¿Para qué me sirve saber eso? Se preguntó Humberto y no hallando respuesta maldijo como solía maldecir: ¡Maldito Humberto, estas maldito!

Así eran todas sus mañanas mientras desayunaba su pan dulce acompañado de una taza caliente de leche, con café. Sin azúcar. Su padre era diabético y había muerto no hacía más de dos meses de una complicación de una herida en el pie. Le dijeron que debía cuidarse para evitar el desarrollo de la enfermedad.

En su pequeño departamento vivía solo, después de la muerte de su padre -lo cual agradeció- lo acondiciono a su gusto. Su nuevo trabajo, una plaza de bibliotecario, herencia de su padre, le proporcionó una modesta entrada de dinero que cubría todas sus necesidades. Así es como Humberto pasa de un joven con estudios truncados y sin trabajo estable a bibliotecario. Ahora tenía 30 años y ningún documento que avalara sus estudios. De niño jamás se vio en ese lugar pero las pocas posibilidades que tenía de acceder a un mejor trabajo lo orillo a no rechazar la oferta en “la ratonera” como él la llamó desde que era pequeño.

Hacía más de 4 meses que trabajaba en aquel sitio y hacía menos de uno que desayunaba observando por su ventana. Después de lo cual salía con toda calma rumbo a su trabajo que le quedaba a dos cuadras de distancia. Desde fuera, mientras atravesaba el caminito de bloques de concreto volteaba hacia su ventana esperando verse así mismo detrás de los cristales. Pero los pastos largos y algunos arbustos crecidos le impedían ver ventana. Sabía que nunca vería a nadie pero cada día repetía ese movimiento como una manía.

Su trabajo dentro de la biblioteca pública consistía en acomodar los libros que los usuarios dejaban sobre una mesa puesta con ese propósito. Humberto debía recogerlos para evitar que estuvieran fuera de su lugar; el jefe de la biblioteca nunca estaba pero los 5 minutos que estaba gritaba dando órdenes, una de ellas era no dejar libros fuera de su lugar pues el usuario no encontraría ¡nada!
En esa tarea se ayudaba de los números colocados en el lomo de cada ejemplar. Con ellos ubicaba el lugar donde debía ubicarse. No bien entendía la mecánica o la razón de su trabajo, pero le pagaban bien por no hacer casi nada aunque, eso sí, debía sufrir un aburrimiento del infierno y maldijo como solía maldecir: ¡maldito aburrimiento, estas maldito Humberto! Su trabajo no solo le parecía aburrido, sino, haciendo honor a la verdad: innecesario. De entrada había constatado en esos cuatro meses de trabajo que los usuarios eran siempre los mismos, estudiantes de primaria o secundaria, consultaban siempre las enciclopedias o los diccionarios. Ya hasta se había aprendido el lugar exacto de cada uno de los tomos utilizados y eran muy pocas las personas que se interesaban por otros temas. Los libros se movían con una lentitud impresionante. Maldijo como solía maldecir: ¡maldita lentitud, así me voy hacer viejo sin provecho! Y agregó ¡estas maldito Humberto!

Es claro que en esos cuatro meses Humberto había cambiado sustancialmente la manera de ver el mundo. Ahora que conocía una biblioteca y conocía lo que había detrás de ellas, estaba más atento a su trabajo. También se percató de que las personas no las utilizan. Entonces creyó que era necesario volver a maldecir como solía maldecir: ¡maldita apatía, están malditos todos! ¿Por qué no las utilizan? Así por lo menos no se aburriría, pensó Humberto un poco excitado.

Ante el surgimiento de aquella pregunta, Humberto se dio cuenta que no era algo fácil de contestar. Preguntarles a sus compañeros de trabajo resultaría una aventura que no daba visos de sacar algo en claro. Los demás trabajadores eran ya muy viejos; Arturo encargado de procesos técnicos, gruñón y cansado, se la pasaba durmiendo; el jefe de la biblioteca solo pasaba cinco minutos en su oficina y se iba; la secretaria pasaba las tardes charlando en el aparato telefónico; el trabajador de intendencia era mudo; y el papá de Humberto, un anciano con 30 años de experiencia había muerto no hace poco tiempo; ¿Por qué su papá nunca le dijo para que servían las bibliotecas? ¿Por qué nunca le pregunte? Se lamentó Humberto.

Desayunando la mañana siguiente el insípido pan volvió a ver a los niños salir de sus casa corriendo hacía la escuela y entonces recordó la pregunta del día anterior. Sus ojos se iluminaron aunque casi de inmediato se volvieron tristes. Humberto creyó encontrar respuestas, pero también más preguntas: -¿Si alguien debía usar la biblioteca, quiénes debían ser esas personas? ¡Evidentemente eran los estudiantes, a quienes les dejan tarea, a quienes les piden buscar! Eso mismo hice cuando iba a la primaria. Recuerdo que hasta cobraba por pasarles la tarea. Como mi papá trabajaba en la biblioteca me ayudaba siempre. ¡Diablos! ¿Por qué había olvidado todo aquello? Este había sido su pensamiento que lo llevó a la alegría y lo trajo de regreso a la realidad. Y sin embargo se sentía contento porque podía hacerse preguntas y también responderlas. Era un proceso que no le había pasado, o que no recordaba haber vivido. ¡Vaya, esta necesidad de contestarse realmente es importante! pensó. Se dio cuenta que encontrar respuestas le daba tranquilidad. Sus preguntas y respuestas fueron en aumento cada día, mientras veía a los estudiantes, mientras acomodaba los libros, mientras caminaba por las calles observando a las personas que iban y venían en todas direcciones.

Una mañana, cuando estaba acomodando unos volúmenes de la enciclopedia Salvat, comenzó a hojear uno de ellos. Estaba leyendo sobre Cuicuilco cuando dos niños, un niño y una niña, de unos 10 años de edad le llamaron. Humberto quitó los ojos del libro y busco infructuosamente frente a él; hizo otro esfuerzo para buscar moviendo el libro frente a él y encontró las dos caritas que lo observaban desde abajo. La niña lo saludo: ¡buenas tardes! ¿Es usted un bibliotecario? Humberto quedó contrariado, no sabía cómo contestar a los niños. No sabía ni que debía hacer. Nunca un usuario le había dirigido la palabra y menos preguntado si él era el bibliotecario.

Los condujo a una de las mesas, no tuvieron que hablar en voz baja, pues no había nadie. Por las preguntas que los niños le hicieron pudo deducir que existía un sistema de clasificación llamado Dewey, precisamente el que usaba para guiarse en los estantes; supo que hay 10 clases principales. Dedujo el uso del catálogo, una caja abandonada a la entrada de la biblioteca, cuyo propósito era el de localizar los documentos. Humberto ciertamente no pudo contestar correctamente ninguna de las preguntas que ellos le hicieron. Pero por otro lado quedó perplejo ante su propia ignorancia.

En un acto por saber realmente qué era lo que hacía, decidió saber qué eran las 10 áreas principales. Y utilizó por primera vez el catálogo que estaba a la entrada y que siempre había ignorado. Buscó en los cajones de títulos: “10 áreas principales” pero no encontró nada relacionado. Luego pensó en buscar: “clasificación Dewey” pero para empezar no sabía ni como se escribía. Después de darle vueltas se le ocurrió que debía buscar por tema: bibliotecas. Quizá obtendría mejores resultados.

Es así como por primera vez usaba las fichas de papel, mugrosas unas, rayadas otras. Localizó un libro titulado “bibliotecas públicas”, apunto el número en la palma de la mano y fue al anaquel que tenía en la parte más alta el número: 000. Ahí estaba el libro, antes de tomarlo leyendo los lomos de los libros circundantes y encontró títulos relacionados. Tomó uno al azar y leyó:

los usuarios buscan resolver una duda, el servicio de referencia debe ser el más importante puesto que muchas veces es ahí a donde se dirige primero el usuario; si el trato que se le da no es el adecuado o no se le da una respuesta que lo ayude se marchara de ahí con un sentimiento de frustración…”

Tras la lectura Humberto se volvió a sentir bien porque se percató de la toma de conciencia sobre un proceso que desconocía: la búsqueda de información. Fue entonces importante hacerse nuevamente la pregunta: ¿Por qué las personas no utilizan las bibliotecas? Y si las han de utilizar ¿Quiénes deben ser ellos? Una lluvia de respuestas le llegaban a su cabeza confundida. Y así, sin mucha precaución apuró una conclusión: Las personas no utilizan las bibliotecas no porque carezcan de problemas que resolver, sino porque no saben, primero que las tienen y segundo que si los tienen es posible resolverlos dentro de una biblioteca. Sin embargo Humberto entorno los ojos e hizo otra pregunta: ¿problemas matemáticos, preguntas sobre bibliografías, datos sobre la contaminación? ¿Y si los problemas de las personas son la soledad, la incomprensión, la falta de trabajo…?

Humberto regresó a casa más tarde que de costumbre; había estado hojeando muchos libros que jamás en la vida había visto y nunca pensó encontrar en ellos todo lo que leyó. Ahora llevaba en su ser una sensación de vacío y tenía más preguntas que respuestas. Veía a su alrededor mientras caminaba y todo parecía un sueño: los demás reían, hablaban, caminaban… y no parecía que necesitaran una biblioteca para vivir. Dejó el jardín de su vecindad y al cerrar su puerta tras de sí, se derrumbó en su mullido sillón con lágrimas en los ojos. La pregunta fue inevitable: ¿Qué hacen las personas? ¿Qué hago yo? Como no encontró respuesta se maldijo como solía maldecir todas las cosas: ¡Maldito, estás maldito Humberto! ¡Mis problemas no los puede solucionar una biblioteca! Y siguió llorando amargamente. 

Makario Xochime. Dic 2011. 




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UN MUNDO DE COLORES, OLORES Y SABORES

Nací en la década de los cuarenta. Mi madre me decía que cuando estaba embarazada de mí, le di mucha lata, pues sentía cómo mis piececitos se los encajaba en su vientre. Mi papá esperaba un varón, pero cuando me vio puso cara de alegría, eso me platicó mi mamá. Mi nacimiento fue auxiliado por una rinconera y mi mamá guardó lo reglamentario de esos tiempos: cuarenta días en cama, claro, con sus respectivos baños en el temascal.




Recuerdo que, cuando tenía seis o siete años, para abastecernos de agua teníamos que acarrearla con cubetas, botes o lo que hubiera (el plástico aún no existía); en temporada de estiaje, a más de dos cuadras, según a donde llegara la pipa, y el resto del año a la llave que se encontraba en cada esquina. El 14 de octubre los vecinos adornaban con flores los bitoques o hidrantes y coperaban para los cuetes y en algunos casos alquilaban un aparato de sonido (para tocar música grabada); de esta forma se recordaba que en este día, pero en el año de 1934, el pueblo contó con agua potable. En este día los jóvenes bailaban un rato -mientras que los niños aprovechábamos para jugar a las correteadas, a los encantados, al 1,2,3, a las cebollitas o brincábamos con la reata; en fin, éramos felices y libres dentro de nuestra infancia. Pero no solamente convivíamos con la familia, también con las familias vecinas, podría decir que todo el pueblo éramos una sola, y qué importante fue, que cuando las creencias son tan fuertes y tan difíciles, el apoyo, la ayuda o la solidaridad comunitaria estaban presentes para resolver una necesidad material, moral o espiritual.



Las calles eran limpias (todas las mañanas cada quien asumía la responsabilidad de barrer lo que le correspondía), angostas y empedradas, no había necesidad de más, suficiente para que los animales (caballos, mulas, burros, vacas, borregos y perros) circularan tranquilos y plácidamente con su preciada carga. Vehículos (carros, coches) muy pocos.



Las casas estaban techadas con lo que la madre naturaleza nos regalaba, contrastando los colores rojos de la teja y el ocre de los tejamaniles con los verdes y cafés de los campos, según la estación del año.

Crecí en un mundo de respeto para con mis semejantes, en donde se oía, escuchaba y tomaba en cuanta la palabra y consejo de los mayores; y también donde la palabra de los padres o abuelos (familiares o no) era ley, donde las razones de los niños o adolescentes no contaban. A nosotros solo nos tocaba obedecer, convencidos o no; eso si, por las buenas o a punta de cinturonazos.

Fueron tiempo leales a la palabra, cuando se respetaba y cumplía todo compromiso adquirido y muchas veces sin la necesidad de firmar algún papel que lo comprometiera a ello, se cumplía por el solo hecho de haber dado su palabra, "palabra de honor". También creci en un mundo lleno de tradiciones, tabúes y supersticiones.

Entre milpas sembradas de máiz azul, rojo y amarillo, frijol, haba, calabaza y en las faldas del monte: papas, chícharo, cebada y trigo. Cuando los magueyes proseguían a la tierra, pues evitaban su erosión , también servían para deslindar propiedades. Fueron muchos años muy difíciles para la población de Milpa Alta, pues el producto de este cactus: "aguamiel", y ya transformado: "pulque", ayudaba a mal comer, vestir y vivir a las familias. También había gente dedicada al comercio (venta de barbacoa), que eran los menos, y claro, vivían mejor. Viví, sentí y vi el cambio, la transformación de un pueblo que cultivaba lo tradicional de esa región (maíz, frijol, magueyes), al cultivo del nopal, vi cómo poco a poco todo el pueblo se fue transformando, según se nos decía, para ser mejores. Las calles se ampliaron y se pavimentaron, las casas empezaron a dejar de tener el alma de la naturaleza (piedra, tierra, teja, tejamanil) por el concreto y la herrería. Empezaron a llegar coches, camiones y camionetas del año. En fin, un pueblo en donde su gente empujaba con fuerza, coraje y ganas, muchas ganas. Decididos a cambiar en todos los aspectos y era común escuchar entre los mayores: "que mis hijos no sufran lo que yo sufrí, que mis hijos tengan lo que yo no tuve"; "que mis hijos vayan a la escuela, que aprendan a leer y escribir, pues yo no fui, apenas si sé hacerlo, porque mis padres, aunque hubieran querido mandarme, no había para eso, lo que había era trabajo y más trabajo"; "que mis hijos tengan una profesión para que vivan mejor".

Por esos tiempos, al igual que la gente, la naturaleza también tenía palabra de honor. En invierno hacía frío, un frío que llegaba a los huesos; los depósitos que quedaban a la intemperie amanecían con una capa de hielo. La mayoría de los hombres usaban huaraches pues no había para zapatos, y a causa del intenso frío sus pies se les agrietaban a tal grado que les llegaban a sangrar, yo veía que mi papá se ponía vick vaporrub, decía que era bueno. En el mes de febrero se hablaba de las cabañuelas.
Los cerros, los campos de cultivo, los árboles se pintaban en colores ocres, todo se secaba para recibir a la primavera con toda su fuerza y todos sus colores y toda su alegría.
La primavera venía acompañada de las primeras lluvias y de aves muchas, muchas y variadas especies: golondrinas, gorriones, cardenales, calandrias, cenzontles, etcétera. Los árboles frutales se llenaban de flores, y la gente se veía alegre, corría e iba de un lado a otro, tenía prisa pues era tiempo de preparar la tierra e iniciar la siembra, después venía el de a uno, el de a dos, echar el montón; en fin, todas las labores necesarias para obtener lo mejor de nuestra madre tierra.
El verano venían acompañado con el dios Tláloc y en julio mandaba con más frecuencia sus bendiciones, para esa fecha el elote ya estaba tierno. Agosto era un mes decisivo y Tláloc cumplía su trabajo manifestando su fuerza, al grado que había días que la gente se quedaba en casa por la constante lluvia.
Para este mes el elote ya estaba listo para ser disfrutado.
Para otoño ya teníamos material para preparar los ricos esquites del 15 de septiembre y así gritar mejor nuestra Independencia. Octubre, mes de cosecha del frijol y de la habita; en noviembre, pasando Todos Santos se iniciaba la cosecha del maíz, pues en invierno la gente aseguraba el alimento para el resto del año; secando, limpiando, desgranando y almacenando el maíz, el frijol, y la habita; y para los animales de carga y demás, recogían el rastrojo y preparaban la arcina, para que cuando llegara el día de ir a visitar al Señor de Chalma para dar gracias de todo lo recibido se fueran tranquilos de que habían cumplido con un año más de labor.
Elia Galicia Torres

 

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